El otro día iba en el metro (incómodo medio de transporte donde los haya, vive Dios y por Tutatis), cuando pude disfrutar de un sucedido de esos que te reafirman en el gran dicho que dice eso de que la realidad supera la ficción. Y es que parece que algunos, más de uno y más de dos, se creen el ombligo del mundo, cuando son a lo sumo un piojo más de tantos que desapareceremos en unas décadas y sin rastro en unos milenios.
Los asientos principales en mi metro, el incómodo, están dispuestos en grupos de a cuatro en los que dos pasajeros se sientan frente a otros dos. El viernes pasado, justo en el centro de uno de esos grupos, una impresionante vomitona se erguía en el adorno festivo del fin de semana, lo que llevó a que ninguno de los presentes osara vulnerar la magnificencia de tamaño monumento con su sola presencia. En cristiano, que no se sentaba ni Blas ahí.
A medida que íbamos llegando a las paradas eran más y más las personas que se acercaban a esos cuatro asientos para sentarse. Entraban en el vagón, y tras otear el horizonte en busca de un asiento, su mirada se iluminaba al ver aquel oasis de descanso en medio de la marabunta. Lo mejor era poder asistir en vivo y en directo al milagro de la transfiguración, cuando su cara se tornaba en una mueca de repugnancia al ver la sorpresa que se escondía entre los asientos.
Como siempre en este incómodo metro llegó un momento en el que todos los asientos estuvieron ocupados, (salvo los cuatro susodichos), y muchísima gente iba de pie y apoyada como podía hasta en el techo. Y aún así la gente que iba entrando estación tras estación se acercaba a los asientos vomitados experimentando en sus rostros esa transfiguración antes comentada. Resultaba increíble observar cómo nadie de los que accedían al vagón eran capaces de sospechar, siquiera un instante, que algo extraño debía ocultarse para que el resto de los mortales prefiriera permanecer apiñado como en el camarote de los hermanos Marx, en lugar de poner su trasero en relajo total. Vamos, lo que digo en el título, que la peña debe pensar que es el ombligo del mundo.
Y la gota que colmó el vaso fue la del típico ejecutivo trajeado que iba hablando con su chica de las noticias. Metro aún más lleno que antes y cuatro asientos libres seguro que por alguna razón. Pues bien, nuestro ejecutivo con poca vista y mucho ego ahí que llega hablando con la chica hasta meter la zarpa justo en medio de la vomitona de donde se fue gracias al aviso de ella cagándose en lo más bendito. Fue el hazmerreír de todo el vagón.
¿Tan importantes nos creemos como para pensar que esos cuatro asientos están ahí para nosotros por nuestra cara bonita y que los demás son tontos? Como dice mi mujer, que no nos pille una guerra.
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