25 de septiembre de 2022

Mi experiencia con los minerales. El desenlace.

Y ahí estaba yo, con un agujero en el estómago más grande que el de la capa de Ozono, anhelando esa nueva parada donde se suponía que, por fin, íbamos a degustar nuestras viandas, que por otro lado estarían ya criando, desde la hora en que la suegri nos había preparado los bocatas.

La siguiente (y última, gracias Señor) parada de este periplo inenarrable (e irrepetible, a riesgo de nuestro matrimonio) era Pineda de la Sierra. Un pueblecito agradable, de esos de paso para tomarse un cafecito en el bar-restaurante, con el par de paisanos que no se terminan nunca su café con gotas, con aroma a tabaco rancio y al pelo quemado de las cabezas de jabalíes, corzos y ciervos que adornan las paredes. Poca luz y cuatro tapas pasadas de fecha tras el mostrador, pese a lo cual uno sigue pensando que se puede comer bien ahí, sobre todo en invierno, con tantos bajo cero... Bueno, al hilo de esta descripción os podéis hacer una somera idea de mi agujero estomacal. Y es que para no variar, antes de llegar al lugar-objetivo, el colega se trincó un par de cervecitas más. Y digo yo que tenía ya la vista nublada, de ahí que no pillara más que mierda con su chupipico de minero.

Para llegar al lugar-objetivo, había que atravesar una especie de camino sin señalizar, que sólo encontraban pirados como mi marido y el colega, puesto que había que dejar el coche en una esquina del camino, donde Cristo dio las tres voces, pero más lejos todavía, vamos, que como te lo robaran, ahí te quedabas porque estábamos en medio de la nada. Pero el tipo era precavido, y torturó un poco más a su 4x4 adentrándose por el susodicho camino, hasta que ya vio que la cosa se ponía chunga (que no era el coche fantástico. Los de mi época me entienden), y no le quedó otra que ir a pie. Que no os lo he contado, pero parece ser que eso de ser aficionado a los minerales y con gusto por el deporte no debe ser muy compatible, y no son pocos los que tienen coches de tercera y cuarta mano para traquetear con ellos casi hasta la puerta de la mina, todo por no desgastar las botas. Pero bueno, dejo para mejor ocasión mis impresiones sobre esta parte de la vida del aficionado a los minerales, porque si no más de uno me va a coger ojeriza y no es cuestión de fastidiarle las ferias a mi marido. Para uno que lo ve como forma de hacer ejercicio...

Volvamos al tema. Estábamos ya fuera del coche, y tras caminar un ratito (no mucho), llegamos por fin a la bocamina (qué términos más chulos estoy aprendiendo), a la sazón un agujero soportado por unas tablas de madera desvencijadas, pasto de arañas y demás bichitos, lleno de polvo y, cómo no, de mierda, gran protagonista de la jornada. Flanqueaba el paisaje un riachuelillo que discurría paralelo a una tubería gigantesca en plan anaconda que no presagiaba nada bueno. Y no me equivoqué. Porque el oasis para comer estaba al final más o menos de aquel enorme tubo, y tuvimos que caminar por una especie de terraplén que según el tipo prometía piezas prodigiosas de piedrolos, hasta llegar a un remanso del citado riachuelillo.

Nos acomodamos en unas rocas, prestos a degustar las viandas. En serio que no podía creer estar viviendo este momento. Abrir la mochila para ventilar los bocatas y darles buena cuenta fue una experiencia cuasimística. Pero más místico fue ver al colega preparar su comida. Porque claro, en la leonera de su coche no podía tener preparada ya la comida. No. Eso, a las seis de la tarde que eran ya, era mucho pedir. Así que nos viene el tío con una cestita de mimbre en plan camping, y saca:

1. La botella de vino y la pone a refrescar en el margen del río. La piedra con vino entra.

2. La hogaza de pan.

3. El queso.

4. El jamón.

5. El cuchillo.

Y mientras empieza con mucha solemnidad a preparar su comida, nos cuenta la historia de su vida. Como podréis imaginar, yo me dedicaba básicamente a comer, porque su periplo vital no me importaba lo más mínimo. Pero era inevitable escucharle, en aquel lugar no vivían ni los grillos. Y además era surrealista ver preparar la comida. Con gran parsimonia cortaba los trozos de queso y jamón, y los iba colocando sobre el pan como si estuviera haciendo una figura de mecano. Y a mí ya empezaba a ponerme de los nervios y me estaban entrando unas ganas locas de arrancarle el cuchillo de la mano y prepararle yo el bocata en un pis-pas. Que pasaban ya de las seis, hombre...

A todo esto, yo ya me había terminado el bocata, y estaba dando cuenta del paquete de Filipinos que habíamos comprado. El aburrimiento hacía estragos, y amenazaba con atacar seriamente mis glúteos y demás zonas sensibles a las grasas.

El tío seguía con la historia de su vida, fiel reflejo y consecuencia de esta extraña afición, llevada por él al extremo. Y es que su vida sentimental había estado marcada por los piedrolos, que le sumieron en más de un dilema y en, según él, incomprensibles discusiones de pareja y rupturas. Claro, pobrecito. Es que las mujeres no os entendemos. Porque, ¿qué puede ser más romántico que estar todo el día con el espinazo doblado buscando piedras, zamparse un bocadillo a las seis de la tarde vaya usted a saber dónde, y volver a casa llena de polvo y mierda? Es que las tías somos muy raras...

Debo señalar además que estos instantes me sentí más que nunca como mujer florero. Porque ambos dos intercambiaron impresiones sobre el mundo de los minerales, se contaron su vida profesional, el cómo había llegado a esta extraña afición... Y yo ahí estaba, se suponía, comiendo Filipinos. Como si esa fuera mi misión vital. Ni se dignó a preguntarme "y tú, ¿qué haces?". Nada. Silencio. No, si no me extraña que se dedique a las piedras.

Los Filipinos se terminaron, y el atardecer iba llegando, gran aliado para escapar cuanto antes de allí. El colega, en un alarde de claridad de ideas, comentó que a lo mejor había que hacer una incursión por el terraplén y alrededores para intentar buscar algo antes de que cayera la noche. Yo me veía ya buscando hueco cómodo junto a la tubería-anaconda para dormir.

Buscar piedras por el terraplén, plano inclinado o como narices se llame, no es cosa cómoda. Porque si ya es un coñazo buscarlas (sobre todo si no sabes lo que buscas) en un terreno plano, podéis imaginaros la cosa cuando andas en plan mandril para no intentar desmorrarte y al mismo tiempo encontrar alguna cosa que supuestamente sea un mineral o algo parecido. Sin embargo ellos, y sobre todo, él, andaban tan campantes, como si andar retorcido fuera su estilo de vida, cual Quasimodo. En fin, que el mundo no dejará de sorprenderme.

Tras estar un buen rato con el espinazo torcido (ellos, ya que yo desistí al poco rato, y pasé al plan B: lanzar miradas de maruja asesina al fulano, a ver si se percataba, al menos, de la hora, que amenazaba oscuridad), decidieron buscar un ratito más, junto a la entrada a la mina. Como podéis comprobar, de maruja asesina tengo poco, o eso, o el tío es un insensible de puñetera madre, porque mis miradas no dieron resultado.

Sólo cuando el sol finalizó su jornada, y como ¡oh lástima!, no había traído linternita, entendieron que lo más prudente era volver al pueblo. No sin antes hacer nueva paradita en el bar (el de las tapas rancias de párrafos superiores), ya sabéis, para tomar las curvas como hay que tomarlas, con un par de cervecitas fluyendo por tu sangre, que es como mejor se cogen.

El regreso en coche fue en plan Fernando Alonso. De pronto el tío se dio cuenta de que estaba oscuro (de noche, se dice de noche), y no quería que le cogiera más oscuridad en la carretera (en esto casi me troncho, ahora nos salía su vena responsable. Es lo que tiene el alcohol). Así que nada, con la cerveza en el cuerpo, el techo del coche corrido, para que entre el aire, sus cigarritos mil ahumando el vehículo, y el gps dando la nota (ya no me flipaba, sólo había una línea en medio de la nada. Y es que no había nada, ni grillos. Ni lobos. Ná), enfiló a toda pastilla el camino de vuelta. Yo acurrucada en un rincón del asiento de atrás, intentando esquivar el humo del tabaco y el fresquete que entraba por la ventana. Y ellos con una conversación absurda sobre los resultados del día, y futuras excursiones para coger más mierda digoo, piedras. Lo de nilosueñes y sobremicadáver seguía vigente en esa conversación.

Creo que nunca me ha hecho tanta ilusión como entonces llegar al pueblo. Calculo que serían sobre las diez de la noche, con mierda y polvo hasta las orejas, hambre a destiempo y un mosqueo de mil pares. La despedida fue breve pero significativa. El colega ¡por fin! se dio cuenta de mi mirada, y como mi marido ya la venía viendo desde hacía bastante, no se enrollaron mucho.

La liada la tuvimos gorda al llegar a casa. Porque encima de mi mosqueo, mi marido se tronchaba de risa con mi reporting del momento vivido, y mis suegros me decían que la culpa era mía, por haberle acompañado. Que razón no les faltaba, no lo niego. Pero al menos ha servido para daros a conocer este relato, que espero que os haya gustado, y que lo difundáis entre las féminas acompañantes de aficionados a los minerales, para que no se llamen a engaño.

A disfrutar.

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